KARL MARX: EL GRAN SATÍRICO DEL CAPITALISMO

KARL MARX
Francis Wheen
Debate, 2015, 432 páginas.
Están los que aman y odian a Karl Marx (1818-1883), los marxistas y antimarxistas; y están aquellos que lo leen... y tratan de comprenderlo. Entre estos últimos habría que contar al escritor y periodista británico Francis Wheen. Autor de libros como How Mumbo-Jumbo Conquered the World y La historia de El capital de Karl Marx, su biografía del pensador alemán le ha valido elogios del historiador, nada marxista, Niall Ferguson: «Este libro es una delicia», ha dicho el británico, según se lee en la contratapa del volumen.
   
Tiene razón Ferguson, el libro, publicado en castellano por el sello Debate, sabe bien... Sabe retratar no al comeguaguas responsabilizado por los ochenta años de totalitarismo soviético, ni al profeta infalible de un mundo mejor. Wheen no deja de lado las ideas de “el Moro”, como le llamaban sus amigos —de hecho, derriba algunos lugares comunes sobre ellas—, pero las cuenta como parte de la vida de un hombre, de un un alemán del siglo XIX, hijo de una familia judía burguesa convertida al protestantismo; un hombre arrojado a la Europa posnapoleónica, es decir, la de la restauración monárquica, de la industrialización, de la Inglaterra Victoriana —la de Dickens—, de las revoluciones de 1848, de la Comuna de París; la Europa donde todavía seducían las ideas de la Ilustración francesa, y que ya vislumbraba la irrupción de Estados Unidos.
 
En esta biografía leemos al agitador y activista, participante y líder de las primeras ligas y comités comunistas —como la Liga de los Justos y la Internacional, claro. Al “dictador democrático” que luchó, sin piedad, contra el utopismo y la poca reflexión de Proudhon, Bakunin y muchos otros —odiaba a los socialistas sensibileros, demagogos, ignorantes y superficiales que imaginaban cosas como un paraíso comunista en el que todos usarían la misma ropa o comerían en el mismo comedor; se apuraba a denunciarlos y expulsarlos del movimiento comunista (de ahí lo de “dictador democrático”). Marx, al parecer, gastaba tantas energías en disparar contra los burgueses como contra los “falsos profetas” del socialismo. Sus “hábitos de siempre” fueron, dice Wheen, “leer, escribir, conspirar.” 
 
Leemos, pues, al estudioso que se pasó más de veinte años leyendo y anotando en la Biblioteca Británica para escribir El capital; al ávido lector y escritor, apasionado por Hegel en su juventud, y por Shakespeare toda la vida. Al intelectual que salía a emborracharse con sus amigos. Al periodista y editor de revistas. Al hombre de familia —al amado esposo, padre y abuelo— que vivió en la miseria, casi siempre con problemas de salud porque nunca logró tener un ingreso fijo y porque nunca cuidó lo poco que le llegó; que tuvo seis hijos, hombres y mujeres, cuatro de los cuales murieron antes que su padre, mientras que los otros dos se suicidaron. Al exiliado que pasó buena parte de su vida en Inglaterra. Al amigo de Friederich Engels. Al hombre que murió ateo y apátrida, que eliminó su barba y cabellera proféticos poco antes de morir. 
 
De leer a Marx, nos daríamos cuenta de que eso de que la «religión es el opio del pueblo» no quiere decir lo que la mayoría creemos que quiere decir. O de que, según Marx, ya que el capital es «trabajo acumulado», la única defensa contra el capitalismo es… la competencia… Y por eso los grandes capitalistas siempre intentarán impedirla. Y otras locuras como: «[L]as personas no se pueden liberar mientras no sean capaces de obtener comida y bebida, casa y ropa en calidad y cantidad adecuadas.» O: «Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos». «Y esto se refiere tanto a la producción material como a la intelectual. Los productos intelectuales de las diversas naciones se convierten en patrimonio común … Mediante el rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y la infinita facilitación de las comunicaciones, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones.» «La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales […] Una revolución continua en la producción, una conmoción ininterrumpida de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las demás. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo mental y estable se evapora…» «La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.» (A propósito de las citas, cabe mencionar que hay quienes califican el Manifiesto del Partido Comunista —partido inexistente cuando se escribió y publicó— como «una lírica los de los logros de la burguesía.») 
 
No se trata de convertir a Marx en vanguardia de la burguesía ni defensor del libre mercado —no es lo que hace Wheen—, pero sí de darse cuenta de que la realidad está lejos del blanco o negro de la apariencia. Por ejemplo, saliendo de la economía, que Karl Marx era un buen analista —así lo llamaríamos hoy— lo muestran reflexiones como la que sigue, escrita en 1870, en plena guerra franco-prusiana: «Lo que los asnos prusianos no comprenden es que la guerra actual conduce… inevitablemente a una guerra entre Alemania y Rusia. Y esa segunda guerra será la partera de la inevitable revolución social en Rusia». Como sabemos, no ocurrió en ese momento, pero sí una décadas después, en 1917, durante la Primera Guerra Mundial. Y por si eso no bastara, Marx también dijo: «Si los límites han de ser establecidos por los intereses militares […], jamás se podrán establecer de manera definitiva y justa porque siempre han de ser impuestos por el vencedor sobre el vencido y, por consiguiente, llevarán con ellos la semilla de nuevas guerras». ¿Genialidad o sentido común? Sea lo que sea, es lo que no tuvieron los que impusieron el Tratado de Versalles. 
 
Quizás el momento más estimulante y, por qué no, creativo de esta biografía ocurre cuando Wheen hace una crítica literaria de El Capital —al que le dedicó la monografía mencionada. La analiza y comprende como una «obra de arte». Pero no en un sentido peyorativo, no mirándola en menos, no como quien dijera “esto es mera literatura”. No, sino como virtud, y como una reconocida por el propio Marx: «Con todas sus limitaciones, lo bueno que tienen mis escritos es que son un conjunto artístico», dice en una carta. En otra, donde se refiere a su libro como una «obra de arte», atribuye el atraso en la entrega del manuscrito a «consideraciones artísticas». «El Capital no es en realidad una hipótesis científica —anota Wheen—, ni siquiera un tratado de economía, aunque los fanáticos de ambos lados persisten en seguir considerándolo así». 
 
Como en una comedia, en su gran obra Marx expone las diferencias entre «la apariencia heroica y la ignominiosa realidad» de la sociedad capitalista del siglo XIX, de modo que los absurdos que se encuentran en el libro son un «reflejo de la locura del tema, no del autor.» ¿Qué es, entonces, El capital? Según Wheen, es una sátira del capitalismo, tal como lo son las historias de Jonathan Swift (por ejemplo aquella en que propone solucionar el hambre que sufren los irlandeses pobres, convenciéndolos de que se coman las guaguas que les sobran). «Si El capital se lee como una obra de imaginación, se puede obtener más valor de uso y por supuesto más ganancia: un melodrama victoriano, o una inmensa novela gótica cuyos héroes están esclavizados y consumidos por el monstruo que han creado.»
----------