LA MEMORIA DE PEDRO GANDOFO

DE MEMORIA. UN BREVE ELOGIO
Pedro Gandolfo

U. de Valparaíso, Valparaíso, 2016, 72 páginas.
1.
Además de crítico, columnista y ensayista; además de escritor, ¿Pedro Gandolfo es platónico? La pregunta viene al caso porque Platón, en voz de Sócrates, debe ser uno de los mayores amigos de la memoria: para él, el conocimiento es rememoración, y cuestiona el pensamiento escrito porque es fijo, porque no responde a las preguntas, porque relaja el ejercicio de la memoria... 
Desde que, por allá por el siglo VIII a. C., los griegos inventaron el alfabeto —dice Gandolfo—, la facultad de la memoria empezó a perder terreno frente a los ingenios que los hombres han venido maquinando con el fin de prolongar su capacidad de almacenamiento para, en definitiva, sustituirla e ir dejando cada vez con menos campo laboral, por decirlo así, a esta vieja obrera de nuestra mente. Con la escritura primero, el libro manuscrito y el libro impreso después, luego los chips, con su portentosa capacidad de encerrar mayúsculas cantidades de información en porciones enanas de materia dentro de ágiles computadores que la manipulan a velocidades increíbles y, finalmente, con la Internet, esa red fantástica que la comunica y multiplica por doquier, parece que le ha llegado la hora de la jubilación. Estamos entrando, sin duda, en la época de la vacancia de la memoria, en la edad de la memoria ociosa.
Lo citado se encuentra en las primeras páginas de De memoria. Un breve elogio (Universidad de Valparaíso Editorial), un ensayo de setenta y dos páginas en el que Gandolfo se propone «restituir en algo el esplendor que tuvo otrora» la memoria, «cuando era el único acervo del saber humano, la fuente de todo aprendizaje, la depositaria de las tradiciones más valiosas de una comunidad.»

Con lo dicho, habría que responder que sí, que Gandolfo es platónico; pero, ya que su elogio va por escrito, la conclusión debiera ser que no lo es. Sin embargo, puesto que el propio Platón elogió a la memoria por escrito, la pregunta sigue sin respuesta. O tal vez no, pues mientras el filósofo griego expulsó a la poesía de su utopía política, y homologó a la pintura con la escritura; Gandolfo cuenta que «muy temprano» le concedió a la literatura, y al arte en general, una misión predominante en la lucha contra el olvido». O sea: «El arte y la memoria son aliados.» (el autor, huelga decirlo, se hace cargo de la paradoja que supone elogiar a la memoria por escrito. ¿Cómo? Citando de memoria a los autores, libros, películas y pinturas que acompañan su ensayo?.) 


2.
Para Gandolfo, la memoria es el «órgano del tiempo», es la que crea nuestra identidad, la que le da continuidad a fenómenos distanciados en el tiempo; es también la que selecciona los recuerdos: no hay memoria sin olvido, no hay sentido sin olvido, podríamos decir. Y es la que anticipa el futuro, no sólo en aquellas culturas que tienen una visión circular del tiempo; también en nuestra cotidianidad, pues desde la memoria —dice— emanan emociones como la preocupación y la esperanza. La memoria es creativa: ese es el aspecto que más le interesa a Gandolfo. 


3.
Con lo que dice Gandolfo, uno podría imaginar a Dios como una memoria enferma, hipertrofiada. Me explico: dicen que Dios es omnisciente, que es pura presencia, reposo total, plenitud. Si es así, entonces tiene tantos recuerdos, todos los recuerdos, que en realidad no tiene ninguno; o algo así. «Es cierto que, en ocasiones, como cualquie­ra de nuestras dimensiones del alma, la memoria puede enfermarse, hipertrofiándose; entonces, el presente se hace angustiosamente estrecho porque dentro de él no caben ya tantas agitadas remem­branzas acumuladas a las múltiples preocupaciones o promesas del porvenir.» ¿No sería ese el caso de Dios?

¿O será este otro? «Al contrario de ese mórbido agigantarse, la memoria es capaz de disminuir la aceleración del tiempo y, a ratos, quedándose en suspenso, latente, concede reposar en lo actual —no en el instante que es fugaz, sino en el ahora— otorgando una holgura para admirar nuestra propia circunstancia como si hubiésemos ascendido a una colina y observáramos el conjunto de la propia vida. Así, no sin mediar una suerte de ejercicio ascético, cede modestamente espacio a la contemplación de lo presente.»

Tal vez sea ambos, ya que es Dios. 


4.
Profundicemos en el olvido: uno de los grados de la memoria es, según Gandolfo, el aniquilamiento. Con ello se refiere a esa parte de lo olvidado que perdemos para siempre, que nunca recordaremos. «Una cantidad inestimable de lo que estoy viviendo ahora se va a ese pozo sin regreso que es el olvido definitivo, lo sé: será nada, tiempo muerto.» Un registro de todo sería una «monstruosidad». Y, pienso, esa «pequeñísima porción de lo vivido» que permanece en la memoria es lo que somos; ¿o no? Supongamos que sí: entonces somos muchísimo menos de lo que podríamos ser; sin embargo, si fuéramos todo, tal vez no seríamos nada. O seríamos Dios: sin pasado, presente ni futuro; o sea, no seríamos. 


5.
La memoria es una tejedora de identidad, dice Gandolfo. Hace un texto —un relato— con distintos fragmentos de la vida. Les da sentido, ¿hace un montaje, una yuxtaposición? ¿Es verosímil?, ¿es verdadera?, ¿es lo que hay?... «La memoria elabora una historia con la acumulación desordenada de experiencias que es la vida de cada cual», leemos. «La memoria, en cualquier persona, mantiene una secreta complicidad con la imaginación», es una artista de la narración, «de algún modo, falsifica, ficciona, como todo auténtico narrador».
Es habitual que personas, incluso apenas conocidas, nos «cuenten» su vida o una parte de ella. En un bus, en un bar, en una plaza, todos hemos tenido esa experiencia y, a veces, somos nosotros quienes contamos la nuestra a los demás. Esa situación tan común y espontánea sólo es posible porque la memoria establece una ligazón entre el que fui y el que soy a través de un texto, entrecruzando recuerdo y olvido en eslabones a los cuales aquella se puede aproximar, como si hiciese un zoom, y alejarse después para volver a la narración general, la cual guarda rara vez fidelidad entera con lo ocurrido, porque ¿qué es, en definitiva, lo que ha ocurrido?

6.
Si la memoria zurce hechos para contar una historia. Entonces, como nota Gandolfo, con los mismos ingredientes se podrían escribir distintas biografías. Somos yo, pero podríamos ser no-yo. Y entonces, me pregunto, si pudiéramos trasplantar un cerebro, ¿surgiría la misma identidad? ¿No podría ocurrir que el sujeto elija otras referencias, arme otros sentidos?, otras historias con el mismo (¿el mismo?) material; que haga un tejido diverso?

Y además, si no sabemos qué es lo que ha ocurrido, si ningún recuerdo es real, si los recuerdos son impuros, inverosímiles como los seres humanos. Si son demasiado humanos, entonces... Entonces no son impuros ni inverosímiles: porque si todo es impuro, nada lo es... Todo está más allá o acá del binomio puro/impuro; no hay tal, no tiene sentido para referirse a nada... Es inhumano; como el total recuerdo, como el total olvido: «Cada nombre que un anciano olvida es toda una región de su vida y de sí mismo que se esfuma, una puerta del palacio de la memoria (que es el yo) que se cierra tras una enorme o discreta habitación.»

De nuevo: Dios, que todo lo sabe, no es humano. Y el Alzheimer, la senilidad, ¿es una deshumanización, una desidentificación?... «Vivimos en la memoria», anota Gandolfo. Pienso luego existo. ¿La desmemoria es la felicidad?... ¿Ni perdón ni olvido? «Es como si esta vida fuera un sueño y no lo supiéramos»... ¿Hay una continuidad entre el mundo interior y el exterior?... ¿Hay un mundo interior y otro exterior? (¿Y si el tiempo perdido es, también, colectivo? ¿Si es político?)


7.
Las reflexiones de Gandolfo confluyen hacia el arte; la razón de su elogio de la memoria es el nexo de ésta con la creatividad. Primero, dice, podemos apreciar y gozar del arte porque tenemos memoria, sin ella no podríamos comprender ninguna «expresión humana que supone un decurso, una progresión, un avance desde un principio hacia un final». Estaríamos condenados (el adjetivo es mío) a inteligir la «pura simultaneidad», no tendríamos acceso a las artes ni las humanidades, ni a nada que se dé en el tiempo, como «una simple conversación.» (El sueño de Descartes era el conocimiento claro y distinto, el summum de ese anhelo, la certeza absoluta, era para él un conocimiento obtenido de un puro golpe de vista, sin necesidad de desarrollo, presente; ¿la intuición pascaliana?. Un conocimiento —de nuevo— como el que sólo Dios podría tener y sostener. Entonces, sin memoria, ¿seríamos Dios... estaríamos condenados a ser Dios? ¿El infierno está aquí o más allá?)

Memoria y creatividad, porque —segundo— el arte para Gandolfo es un viaje al centro de la memoria. En una búsqueda del tiempo perdido, de un sentido, de una verdad, de una trascendencia (¿en este mundo?); es una odisea. 


8.
Sí, parece que Gandolfo es platónico, porque es proustiano. Así como Sócrates es una partera de ideas, un alumbrador de la memoria, Gandolfo dice —siguiendo a Proust— que la memoria es la fuente «acaso central» de la creatividad; que la «génesis» de una obra (¿también el Génesis?) se da en medio de un ejercicio de «introversión y despojamiento». En Agustín de Hipona, Teresa de Ávila, Marcel Proust, Mario Levrero, Germán Marín, Andrés Neuman, Ricardo Piglia o Ingmar Bergman —ejemplifica— «se advierte, antes que nada, una labor de exploración, que es un viaje hacia el centro de la memoria. La observación no es una tarea por hacer, sino que un oficio practicado ignotamente y cuyo[s] frutos se encuentran en el seno de la interioridad más profunda.»

Entonces, y tal vez paradójicamente, la memoria es excepción, no hábito; o dicho de otra forma: aquello que permite el hábito —que permite la familiaridad, la identidad, la estabilidad, la previsibilidad— es, también, la fuente del arte, de lo nuevo, de la excepción. Necesitamos el hábito, sí... «Sin embargo —escribe Gandolfo—, el hábito nunca es perfecto, posee intersticios y pliegues, momentos en que parece agonizar, suspenderse, porque algo ocurre que no estaba previsto por sus cláusulas, momentos de tránsito, facetas mínimas de personalidad no tomadas en cuenta, intersticios delgados, peligrosos, sufrientes, aunque, a la vez, la ocasión para que surja la creatividad».

El hábito puede hacer crisis. Un «Hábito» sin fisuras sería el reino del «tedio», sería un sacrificio de la realidad en nombre de la seguridad.


9.
En otra lectura, hablé de Susan Sontag como metáfora de sí misma. Esta parte del ensayo de Gandolfo —esta tensión entre hábito y excepción que parece que somos— me lo recuerda, y pienso que uno tiene que adaptarse a sí mismo (ser una metáfora de sí mismo), que uno no es uno, sino que como uno. Que yo no soy yo, soy como yo, y que puedo serlo con mayor o menor creatividad, más o menos limitado al hábito. Y entonces me pregunto: ¿depende de uno esa mayor creatividad? Si la respuesta es sí, entonces tal vez sea eso lo que distingue al genio: la conciencia de sus intersticios, o al menos estar atento a su irrupción, reconocerlos y saber elaborarlos (¿editarlos?). Estar atento, elaborar la crisis, su crisis, su acontecimiento; saber... poder aprovecharla. ¿O no? «La memoria involuntaria mantiene sus recuerdos a resguardo del poder analítico de la inteligencia y del poder deformador de la voluntad», dice Gandolfo.

La memoria del arte, ¿es romántica o moderna?... Parece que romántica: «El instinto del artista —leemos— es capaz de descender a las capas más profundas de la memoria, de manera que cuando surge el recuerdo se halla intacto, puro, preservado» (yo destaco). Y, sin embargo, pienso, todavía puede darse un espacio a la razón y la voluntad, a lo moderno: por de pronto en la ya mencionada elaboración de lo que sin ella sería pura epifanía, evanescencia, desborde (de hecho, Gandolfo muestra que uno de los momentos de la memoria del arte es la «fijación del recuerdo», en el que reaparecen la inteligencia y la voluntad, «el talento, el oficio, la disciplina capaz de encontrar la forma expresiva adecuada a ese recuerdo puro»); pero también cuando entendemos la razón como crisis —como crítica de ella misma, de la razón pura y de la práctica, diría Kant. O sea, la razón no, o no solamente, como ordenadora, más bien como abridora. (No me gustó la palabra, así es que busqué sinónimos para "abridora" y Word me sugirió: llave, ganzúa, manivela.)

Digo: la crisis que permite la irrupción de la excepción, de la memoria del arte, ¿no es una crisis de la razón? ¿Y no se puede reconocer en esa crisis el cuarto momento de la memoria del arte, el del tiempo recobrado, el de la imaginación vuelta hacia el futuro? El futuro que abre posibilidades, o sea, el futuro que revela el paso del tiempo, su transcurrir, nuestra fugacidad; que nos enseña que nada es lo mismo aunque es como si lo fuera: «El Tiempo en su devastador pasar por cada cual efectúa una distorsión encubierta, a menos que aquellos otros —por azar, circunstancia o deliberación—, al estar apartados del observador por largos años, se tornen (disfrazados de viejos) irreconocibles para este y sólo contrastados sobre el recuerdo remoto de cuando eran jóvenes, los pueda recuperar y experimentar de súbito y, en todo su horror, el Tiempo transcurrido», escribe Gandolfo. En todo su horror y, se podría agregar, en toda su monstruosidad: puesto que un monstruo, no hay que olvidarlo, es eso que muestra el porvenir, un augurio; y eso siempre es horroroso, nos pone los pelos de punta... porque es incierto —viene, pero es incierto. ¿Y entonces puede ser cualquier cosa, todo?


10.
Ya es tiempo de ir terminando estos apuntes. Sea esto lo último: o las sincronías existen o uno anda descubriendo lo que escondió. Cuando todavía no terminaba este texto, me puse a leer In memoriam y Amores de Paul Léautaud (publicados en un volumen por Ediciones UDP) y, tate, en el prólogo Alan Pauls dice algo que va en el sentido contrario de lo que se sigue de la lectura de Gandolfo. Si éste habla de la memoria como un viaje hacia el interior o, mejor, de los recuerdos como algo que está dentro y que brota por alguna magdalena que se cruza en el camino; en Léautaud, según Pauls, los recuerdos parecen que vienen del exterior y se registran exteriormente:

«La mueca que desfigura el rostro del padre un instante antes de morir es el paradigma del recuerdo según Léautaud: no una gema que se atesora dentro, en el corazón, de donde los desentierra la memoria, sino un trazo, la marca en el cuerpo de la que debe dar cuenta la escritura.» O sea, la fuente de la literatura está afuera, los recuerdos son un estímulo del mundo que el escritor colecciona, yuxtapone, teje... completa; son souvenirs... metamorfoseados en un texto, en una narración. Un pequeño milagro. Aunque, tal vez, estas distinciones son sutilezas, trivialidades, pseudoproblemas del tipo realismo versus idealismo, porque lo cierto o no es que, ya en los textos de Léautaud, se siente que estamos en el mismo terreno de Gandolfo, o uno familiar cuando menos: el de la memoria y la creación. Por ejemplo, dice el escritor francés: «Inútil prepararse y tener todo lo necesario para escribir, así como prestar atención al corazón. [¿Entonces, el genio no es estar atento?] En el momento en que uno menos lo espera, un recuerdo despierta otro, que embarca a su vez un tercero, la emoción se apodera de nosotros […]» O: «¡Qué fenómeno tan curioso la memoria! Cuanto más envejecemos, más hacia atrás se extiende ella»; un dato que también registra Gandolfo —y que me sugirió anotar que "se extiende hacia la nada" (?). «Yo siempre he vivido adelantado y, a pesar de mi manía de escribir recuerdos, lo mismo sigue ocurriéndome todavía en este momento», concluye Léautaud; aunque quizá debería decir que, por su manía de escribir recuerdos, vive adelantado; que, porque vive adelantado, tiene esa manía.


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Por: Juan Rodríguez M.