NONA FERNÁNDEZ: LOS MECANISMOS DE LA IMAGINACIÓN

LA DIMENSIÓN DESCONOCIDA
Nona Fernández

Literatura Random House, 2016, 233 páginas
La imaginación es, según Kant, la facultad de hacer presente aquello que está ausente, la facultad de la re-presentación. […] La imaginación es el prerrequisito del comprender.
Hannah Arendt.

«… detener la mecánica del mal.» Luego de leer esas palabras en La dimensión desconocida, de Nona Fernández, anoté en el blanco de la página: la mecánica del mal… la mecánica de la imaginación. ¿La mecánica de la imaginación contra el mal?

Instalada en la dictadura de Pinochet, la novela de Fernández cuenta… imagina, ensaya la historia (tomada de la realidad) de un torturador arrepentido de su trabajo, que da una larga entrevista para confesar sus crímenes. A la vez que la narradora nos habla del agente y de la «dimensión paralela y oscura», «desconocida» —como la serie de televisión— que abre la confesión, nos cuenta su propia experiencia frente al relato. Intenta imaginar las sensaciones de las víctimas y de los victimarios en la historia. Imagina la voz del torturador. Piensa en su «secreta necesidad de cumplir siempre la orden de algún superior.» «No comprendía, ni aún comprendo, todo lo que pasó a mi alrededor cuando era niña y supongo que intentando entender un poco quedé hechizada por sus palabras, por descifrar con ellas el enigma.»

El enigma, no hay que esforzarse mucho para imaginarlo, es el origen del mal. ¿Lo es? ¿Podemos estar seguros de reconocer el mal? Digamos, mejor, que el enigma es esa dimensión desconocida, ausente (¿el mal es la ausencia de bien?)… ¿Esa dimensión desaparecida?… Y entonces uno puede pensar en este libro como un esfuerzo por comprender aquello que no se puede saber. Puede pensar en este libro como… literatura. 

Como un ensayo.

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«¿Por qué hablar otra vez de corvos, parrillas eléctricas y ratas? ¿Por qué hablar otra vez de desaparecimiento de personas?», se pregunta la narradora. Y se me ocurre que es una pregunta ética, práctica. Que tal vez es la pregunta que debiera hacerse cualquiera que quiera volver a contar la dictadura. ¿Para qué? Para no banalizar el asunto.

De hecho hay otra pregunta, que también hace la narradora. Una más crucial. «¿Qué habría hecho yo si a los dieciocho años […] hubiera ingresado al servicio militar obligatorio y mi superior me hubiera llevado a hacer guardia a un grupo de prisioneros políticos? ¿Habría hecho mi trabajo?» «Estimado Andrés [el torturador arrepentido], soy la mujer  que está dispuesta a pintarse un bigote para asumir su rol.»

En esas preguntas —en el cambio de rol— está funcionando la imaginación, la literatura. Eso de ponerse en lugar de otros. El juicio moral. La duda que —quizá— evita la banalización. Y entonces se me ocurre que tal vez un libro sobre la dimensión desconocida debe ser un libro de las preguntas. El de Nona Fernández lo es: la imaginación, la duda está incluso en la forma de narrar. La duda articula la historia. La narradora (¿la autora?... ¿importa?) explicita su proceso, muestra las costuras, y hasta la falta de costuras; muestra los jirones imposibles de zurcir.

Por ejemplo: «La mañana que quiero narrar es una de esas. [La narradora es guionista, y trabaja en el guión de un documental sobre la Vicaría de la Solidaridad.] Ducha, café, libreta, lápiz y el botón de play para echar a andar el corte nuevo a revisar. Mientra lo hacía tomaba apuntes, detenía imágenes, probaba cortes mentales, escuchaba repetidas veces algunas cuñas para convencerme de si eran necesarias o no.»

Por ejemplo: «Al igual que el hombre que torturaba, yo tampoco estuve en el momento en que mataron a José. Pero a diferencia de él, a mí me cuesta imaginar el detalle de esas ejecuciones en las que no estuve.»

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Imaginar es dudar. La imaginación es quizá. («Quizá José se sentó a su lado con el otro en brazos.») Es un y qué tal si…

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Para imaginar la rutina de una familia que comienza su día y que será víctima de los servicios secretos de Pinochet, la narradora recurre a su propia rutina familiar: ella, su esposo y su hijo. «Una maquinaria perfecta y aceitada», dice, «probablemente más aceitada que la nuestra, porque en la casa de los Weibel Barahona el año 1976 había dos niños, no uno como aquí, entonces el operativo de cada mañana para levantarse debe haber tomado a ratos tintes heroicos.»

La rutina, entonces, como una maquinaria perfecta y aceitada, como un operativo. Y, claro, ¿cómo no pensar que antes habló de la máquina del mal? ¿Cómo no imaginar que esas mismas palabras podrían describir el trabajo de los torturadores, del sistema represivo de la dictadura?… Una maquinaria perfecta y aceitada, un operativo… una rutina. 

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La imaginación quiere, también es voluntad. «Me pregunto si José habrá registrado una instantánea mental [una imagen] de su familia en ese momento. […] Mi imaginación desbocada y sensiblera quiere creer que sí, que lo hizo y que con ella aplacó los temores en ese territorio gris donde fue condenado a pasar sus últimos días de vida.»

La imaginación quiere, pero no siempre puede. La imaginación tiene límites, ¿y cómo no, si es duda, si es quizá y conduce a la duda? ¿A una duda final, insalvable, a la ignorancia que sabe que no sabe? ¿Cuál es esa duda, si es que existe? «Al igual que el hombre que torturaba, yo tampoco estuve en el momento en que mataron a José. Pero a diferencia de él, a mí me cuesta imaginar el detalle de esas ejecuciones en las que no estuve. No sé cuánta gente participó, ni qué diálogos intercambiaron. No sé cómo pueden haberse desarrollado en su especificidad. Tampoco sé si quiera saberlo. Carezco de las palabras y de imágenes para escribir lo que sigue de este relato.»

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La imaginación tiene límites. Pero como es duda, igual intenta, ensaya. Igual quiere. Igual puede intentar. Ensayar. ¿Qué cosa? Otros caminos… «Expulsada de los límites de ese imaginario desconocido, impotente ante la expresión de un lenguaje que no sé escribir, sólo tengo claro que hay otras cosas que se me dan más fáciles de imaginar. […] Cosas como esa fotografía que quiero creer que José guardó en su memoria.»

La imaginación puede intentar otros caminos… ¿Hasta que se tope con la muerte? «Ni mi imaginación desbocada puede contra eso.» 

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La narradora asiste a la apertura del Museo de la Memoria. Unas mujeres protestan, interrumpen el discurso de la presidenta Michelle Bachelet: «Ana Vergara Toledo, hermana de Rafael y Eduardo Vergara Toledo, jóvenes asesinados en dictadura, y Catalina Catrileo, hermana de un fallecido [asesinado] activista mapuche llamado Matías Catrileo.»
«El recuerdo de los abusos pasados se mezcla con los actuales y por un breve momento no se resigna a la pasividad de lo archivado en el museo. Los gritos de las mujeres despercuden la memoria, la ponen en diálogo con el presente, la sacan de la cripta, le dan un sopo de vida y resucitan a esa criatura hecha a retazos, con partes de unos y otros, con fragmentos de ayer y de hoy.»
No se resigna, o sea, imagina. Se despercude, o sea, imagina.
Imaginación y memoria. La memoria también es imaginación, recreamos nuestros recuerdos. O, si se prefiere, podemos decirlo así: como la imaginación es voluntad, también es memoria (¿es involuntaria?) y entonces es duda. O eso imaginé al leer aquellas líneas. 

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La narradora descubre que en el Museo de la Memoria, que en ese relato no hay causas ni efectos —«cuando se trata del horror parece que las lógicas de la maquinara no importan mucho»—, hay buenos y malos fácilmente identificables «porque los malos tiene uniforme y los buenos son civiles. Y no hay términos medios. No hay cómplices, no hay otros implicados, y la ciudadanía parece libre de responsabilidades, inocente, ciega, víctima absoluta.» 
La narradora y su acompañante lloraron en cada estación. Luego les daba rabia. Y de nuevo lloraban, «en una especie de montaña rusa emocional que culminaba en la Zona Fin de la Dictadura, donde una gran gigantografía del ex presidente Patricio Aylwin, dando su discurso al asumir el cargo, enciende los espíritus de los visitantes y los deja exultantes de alegría y esperanza, más tranquilos, más apaciguados [¿menos imaginativos?], porque de ahí en adelante estamos a salvo, los buenos triunfaron, la historia es benévola, olvidaremos que él mismo fue quien acudió a los militares para pedir el Golpe el año 1973, esa información no es parte de los recuerdos de esta memoria […]».

Eso que falta, ¿no es el contexto —no el empate de algunos pillos—, el contexto, es decir, la comprensión?

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¿El relato del Museo de la Memoria es poco imaginativo? Es decir: ¿Es moralizante, maniqueo o al menos simplista, reduccionista? ¿Oficial? ¿Un relato sin lugar a dudas, banal? ¿Qué apacigua nuestra imaginación? (Tomando la posta de Hannah Arendt, la filósofa italiana Simona Forti acuñó el concepto «normalidad del mal». Dicho en simple, se trata de esa mayoría de seres humanos normales —como nosotros, por ejemplo— que con su indiferencia, incluso con su rutina dan sustento a esos pocos que gobiernan una dictadura.) ¿En el Museo de la Memoria está la normalidad del mal, o sólo la abstracción que son los extremos? 
La narradora va por cuarta vez al Museo de la Memoria, quiere encontrar algo sobre el hombre que intenta imaginar, el hombre que torturaba. Sabe que no lo encontrará. «Su figura no es parte del bien o del mal, del blanco o del negro. El hombre que imagino habita un lugar más confuso, más incómodo y difícil de clasificar, y quizá por eso no encuentra espacio entre estas paredes. Sin embargo fantaseo […]».

Y es que, claro, ¿hay acaso un lugar más propio de la imaginación que ese lugar confuso que habita el hombre imaginario? Más propio, más propicio, estimulante, creativo, literario: real. ¿Acaso no es la incerteza lo que enciende la imaginación? «La nota [de la revista Cauce] habla de una disposición que resolvía que las mencionadas revistas restringirían sus contenidos a textos exclusivamente escritos [o sea, no podían mostrarse fotos]. Así, las [publicaciones] que se exhiben en el museo tienen sus portadas con recuadros en blanco, imágenes fantasmas que despiertan aún más la imaginación y la suspicacia.»

Allí donde algo falta, donde algo (¿y alguien?) no está, donde no sabemos, allí funciona la imaginación. «Todo este largo y enredoso camino de hostigamiento, prohibiciones, censuras y demases obviamente tiene relación directa con el testimonio que dio el hombre que torturaba […] Sin embargo eso no está [¿dónde está(n)?] escrito aquí en el museo, es como una de esas fotos en blanco de las portadas de estas revistas, un relato invisible y fuera de libreto, que quizá sólo ocurre en mi cabeza que busca darle protagonismo a este hombre que intento imaginar.»

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«A partir de ese momento ya no sé más. Todo es un ejercicio imaginativo». Pero lo que no se sabe se imagina. Sólo sé que nada sé, entonces imagino… pregunto. Pregunto sobre todo a los que dicen saber, a los buenos y justos, a los ciertos. Eso es este libro (¿y toda literatura?), una pregunta a los que saben, a los oficiales; es un mecanismo de imaginación, es una novela socrática. 
Tal vez alguien dirá: pero Sócrates no escribió y hasta menospreció la escritura. Sí, pero eso lo sabemos… no, no lo sabemos… eso lo imaginamos porque lo leímos, porque alguien lo escribió: «Y se prohibían ediciones y se censuraban fotografías y se declaraba el Estado de Sitio para evitar cualquier circulación de prensa opositora, asustados de ese relato que abriría una puerta a la zona oscura, a ese portal definitivo de mal y la tontera.» 
Y, entonces, ¿tonto, banal (¿malo?) es el que no imagina? ¿El que no piensa?

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«Un auto apareció y entre gritos y súplicas y patadas y empujones subieron al hombre, que se fue para desaparecer definitivamente de los límites de la realidad.»

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Desaparecer de la realidad… ¿Entonces a los que no están, porque no están, debemos imaginarlos? ¿Pensarlos? ¿La imaginación es moral (no moralista)? ¿La imaginación puede detener la mecánica del mal, tal vez advertirla, preverla? «La imaginación es, según Kant, la facultad de hacer presente aquello que está ausente, la facultad de la re-presentación.» Eso lo dice Hannah Arendt. También dice que los seres humanos no podemos predecir. Y esa imposibilidad: «Surge simultáneamente de la “oscuridad del corazón humano”, o sea, de la básica desconfianza de los hombres que nunca pueden garantizar hoy quiénes serán mañana, y de la imposibilidad de pronosticar un acto en una comunidad de iguales en la que todo el mundo tiene la misma capacidad para actuar»
¿De modo que pensar “sólo” ayuda a comprender la mecánica del mal… a intentar comprender?

¿Para qué?
¿Por deber, por justicia?
Tal vez para no tener que arrepentirnos.
Además, ¿no es que existimos cuando pensamos?

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«Abramos esa puerta con la llave de la imaginación. Tras ella encontraremos una dimensión distinta. Están ustedes entrando a un secreto mundo de sueños e ideas. Están entrando a la dimensión desconocida.» 
¿Qué harás?


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Por: Juan Rodríguez M.