DIOS ES DINERO ES LITERATURA

EL PRECIO DE LA VERDAD.
DON, DINERO, FILOSOSFÍA
Marcel Hénaff

Lom, 2017, 548 páginas.
Todas las mañanas para ganarme el pan voy al mercado donde se compran las mentiras. Lleno de esperanza me instalo en la fila de los vendedores. 
Bertolt Brecht. 

Según una historia que cuenta Nietzsche, la verdad pasó de ser una idea que se puede conocer (Platón) a ser una fábula que no obliga a nada (Kant). 

Con Kant, dice Nietzsche, la existencia de Dios no podía demostrarse, pero al menos era pensable. Era posible. Claro que un dios que sólo es posible es lo mismo que un dios muerto. O mejor (y esto ya es de mi cosecha), es literatura. No necesariamente en un sentido peyorativo de la palabra (aunque probablemente igual lo sea para un creyente), sino que literatura en cuanto producto de la imaginación. Es más, en cuanto el mayor producto posible de la imaginación: una suerte de ideal de la razón literaria, su idea regulativa (Kant), el absurdo verosímil. Y, de nuevo, no absurdo en un mal sentido, sino que en cuanto Dios —si es Dios— es lo máximo pensable (como diría Anselmo), es la unión de los contrarios (Nicolás de Cusa), es etcétera.


Dios puede ser cualquier cosa, tal como la literatura (y el arte) pueden o aspiran transformar una cosa en otra… transformarse en una y otra cosa, quiero decir, la literatura y el arte imaginan mundos, aspiran a la ficción; y Dios es la ficción suma. Es la nada que nadea. Tal vez el misterio, de seguro artificio (o sea, algo nuevo hecho con lo viejo, una reconfiguración de lo mismo, algo moderno: o la posibilidad de lo moderno). Dios es eso de lo que no se puede hablar y por eso no callamos. (Juan Forn lo dice mejor en “GuCheng, el Nebuloso”, una de sus crónicas reunidas en Yo recordaré por ustedes: «GuCheng dice que la poesía no consiste en tomar un trozo de madera y hacer de él una tabla, sino frotarlo y convertirlo en bronce, y frotarlo otra vez y convertirlo en vidrio, y frotarlo otra vez y convertirlo en agua. GuCheng dice que el camino del Tao autoriza a matar, y a matarse, ya que en el camino del Tao nada importa si no conduce a la nada.») 

Me acordé del cuento nietzscheano cuando leí el prefacio y las dos “aperturas” de El precio de la verdad. Don, dinero y filosofía (Lom), un libro del filósofo y antropólogo francés Marcel Hénaff. (O sea, llevo apenas cuarenta y cinco páginas de las más de quinientas que tiene libro; y ya llené de notas los márgenes. Así es que, ante el peligro de completar el camino con un libro de notas a cuestas —tan grande como el de Hénaff—, me adelantaré en vaciar o desechar mis ocurrencias en las líneas que siguen.) 

Hénaff comienza preguntándose sobre el «precio de la verdad» a propósito de la oposición que hace Platón entre la «integridad moral» de Sócrates, que no cobraba por su sabiduría, y los sofistas que —oh, pecado— pedían un pago por sus enseñanzas. Y termina preguntándose por el Homo economicus moderno y por el lugar (o no lugar) de las actividades intelectuales (arte, literatura, filosofía, ciencias) en la economía moderna, y en general por el lugar de aquellas reciprocidades (como la amistad) que no se ajustan a la cuantificación en dinero y que «son los fundamentos antropológicos de nuestro modo de ser con los otros». 

La cuestión clave aquí (en el libro, sí, pero también en esta lectura) es el dinero y la verdad: «en qué medida la filosofía, definida siempre como una búsqueda de la verdad (…) ha afrontado de manera específica la cuestión del dinero y la venalidad», dice Hénaff. 

(Nota: ¿Será que si se puede cobrar y pagar para conocer la verdad, entonces la verdad es el dinero?) 

Recurriendo a otro libro —Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, de Marcel Detienne— Hénaff resume la historia, crisis y transformación del concepto de verdad en Grecia: la verdad o alētheia, es decir, el descubrimiento de lo oculto u olvidado era una labor de los adivinos, de los magos, de los poetas. Ellos eran tales porque podían ver y dar palabra simultáneamente al pasado, al presente y al futuro. A través de la palabra daban acceso a lo divino. (Nota: no olvidemos que Dios es omnipresente, no tiene tiempo, es puro acto, es pasado, presente y futuro a la vez. Y no sólo eso, el ojo de Dios tiene acceso inmediato —digamos de golpe— al pasado, presente y futuro; quien tuviera esos ojos tendría acceso, intuiría la certeza absoluta, indudable… o algo así dijo Descartes, creo.) Por eso la verdad está relacionada con la memoria, dice Hénaff, no tanto como capacidad de recordar, sino como capacidad de acceder a lo eterno. Por eso la palabra poética «crea lo que nombra», es parte de la naturaleza. La verdad (esto es de mi cosecha) es revelada. 

Sin embargo, con la aparición de la polis, de la ciudad, esa lógica se transforma. Aparece el espacio público, que es el espacio del debate. «La palabra mágica y eficaz, la que lleva a cabo lo que nombra, es desbancada por la palabra dialogada y discutida». Se pasa del discurso de autoridad al intercambio de argumentos. (Nota: la memoria no tiene tiempo o los tiene todos simultáneamente: Ahora. La Memoria —esa memoria, Dios— no es política porque es segura, cierta. La política no sabe, no tiene certeza, es el espacio de lo incierto, lo precario, lo aleatorio, lo contingente, lo problemático. La política sólo es presente… con un pasado como experiencia, también incierto, discutible, tal vez defendible o atacable… La política sólo es presente… con un futuro incierto, sólo imaginable, proyectable, discutible, opinable… con futuros por los cuales se toma partido. La política: espacio de opinión, no de verdad; de decisión, no de destino. Espacio humano.) 

El primer testimonio de este cambio lo da el poeta Simónides, quien reivindica «la escisión entre lo dicho y el decir, entre el mundo y su representación, entre la imagen (eikōn) y lo real.» (Nota: ¿Platón quería reestablecer la palabra sagrada, verdadera? Sí, anhelaba la sabiduría, era filó-sofo. ¿Y entonces por qué quería relegar a los poetas, o darles un rol secundario, obediente, al servicio de los guardianes de la ley, en ese estado ideal que debía gobernar un rey filósofo? ¿Porque quería la verdad, sí, pero razonada? ¿La ciudad, sí, pero como espacio de la verdad? ¿Quería pan y pedazo?) Simónides instala la opinión (doxa) en lugar de la verdad: el sabio se transforma en un profesional del lenguaje. Y entonces puede escribir por dinero: ser poeta, pero también ser sabio u orador «es un trabajo como cualquier otro». 

El saber se puede enseñar. 

Esa es la crisis a la que hace frente Platón y que todavía nos ocupa, según Hénaff: «Si el saber filosófico puede ser evaluado económicamente, ¿hay algo que escape al poder del dinero o que no sea de ningún modo negociable? Esto es, sin duda alguna, lo que intuye Platón y lo que se muestra decidido a combatir. Lo que está en juego, a sus ojos, es el destino mismo de la filosofía.» (Nota: ¿La filosofía es nostalgia de la verdad, de la autoridad, del ser? ¿La filosofía es romántica? ¿También el arte y todos los quehaceres cuyos cultores los tienen por algo diferente a la mera profesión, por algo invaluable? Recordé algo que dice Tzvetan Todorov en ¡El arte o la vida!, a propósito de la indiferencia moral del arte: «Sucede algo parecido con los sabios: apasionados por sus tentativas de penetrar los secretos de la materia o del espíritu, se olvidan de las finalidades inmediatas de sus investigaciones; el conocimiento se vuelve un fin en sí mismo: el uso que podría tener permanece como una cuestión secundaria. Las generaciones futuras les están agradecidas, aunque sus seres cercanos se quejen a veces de sus ausencias: cuando nos ponemos al servicio de la humanidad, no tenemos siempre el tiempo de ocuparnos de los individuos que están a nuestro alrededor. Y lo mismo sirve para los filósofos: desde hace varios milenios, Heráclito y Epicuro, Platón y Aristóteles formularon algunas verdades esenciales que conciernen a la especie humana y continúan interpelándonos. Poco nos importa si, para llegar a esa sabiduría, su entorno inmediato o ellos mismos tuvieron, en su existencia cotidiana, que aceptar ciertos sacrificios.» Nota: ¿Hay que cuidarse de que los artistas, sabios o filósofos lleguen al poder?) 

Repito, la cuestión clave aquí es el dinero (en el libro de Hénaff, sí, pero también en esta lectura). 

Más allá del «intercambio equilibrado», de la forma razonable de compraventa, «el dinero puede manifestar un poder de apropiación inquietante», escribe Hénnaff. Tiene un poder de «inversión» extraño, que no es violento, sino amable. (Nota: ¿Será por eso que se habla de «inversión» cuando compramos algo, cuando ponemos dinero en algo? Por ejemplo: ¿Invertir en educación es invertir la educación?) El dinero es sutil. «Tiene su propio poder: el de equivalerlo todo», «un poder ilimitado de traducción.» O sea (aquí meto la cuchara yo) puede transformar una cosa en otra, puede transformarse en una cosa u otra y nos permite imaginar que cualquier cosa es posible. (Trastornar, trastocar.) Es pseudo. (Falso, ficticio, ¿es mentira?) El dinero es como Dios: «El dinero —vuelvo con Hénnaf— despierta el sentimiento de lo posible, hace accesible una cantidad ilimitada de elecciones debido precisamente a su indeterminación; es móvil, universal, su plasticidad es total.» «Es el usurpador por excelencia, el usurpador ubicuo.» 

(¿De quién más se dice que es ubicuo?) 

El dinero es un milagro, es magia, es alquimia (Marx, García Márquez), es un juego de máscaras detrás de las cuales no hay nada (Nietzsche). Ya ni siquiera necesita ser moneda o billete, es cada vez más nebuloso, quizás ambiguo, abstracto: «En cuanto el dinero pierde su forma icónica y, ante todo, su materialidad inmediata, parece dotarse de una inocencia directamente proporcional a su abstracción», dice Hénaff. De ahí que el hombre de finanzas que malversa (¿convierte?, ¿innova?, ¿especula?) miles de millones no genere una imagen impactante, dramática, como si la genera quien roba una billetera con algunos pesos: 

¿El dinero es literatura? ¿Es la piedra filosofal? 

¿Es política? 

Es transformación, transfiguración: el dinero puede ser cualquier cosa, es lo abierto, la posibilidad (no es necesario demostrar su existencia, basta con que sea pensable… ¿contable?). ¿Es como Dios o es Dios? 

«Podríamos preguntarnos —escribe Hénaff— si todo el gran movimiento de la economía moderna —la gran máquina de producción que funciona ya a escala mundial— no es, al fin y al cabo, la última y la manera más radical de terminar con los dioses, de terminar con el don, de terminar con la deuda.» (Nota: o tal vez es la forma de conocer al dios desconocido, de crear a Dios…. Es plusvalía, la nada realizada, algo que viene de nada, pero sin dar las gracias, o tal vez es la gracia… esa es la gracia.  ¿Cuál? Que viene de nada... y conduce a la nada, para pesar de Leibniz y su creencia en que todo tiene una razón: Nihil est sine ratione, dijo el filósofo alemán. Tal vez se equivocó, o quizás no. Quizás hemos leído mal la frase, hemos entendido que todo tiene una razón cuando Leibniz quería decir que la nada no tiene razón... Que es incontable —y tal vez por eso la contamos, la narramos. ¿Como la economía, como el mercado?) 

¿El dinero es el horizonte, el ideal de la razón y de la literatura, su idea regulativa? ¿El ideal o su realización? 

¿La literatura es plusvalía? ¿Es un fetiche?

Y todavía podríamos preguntar quién es el autor (¿o el Autor?) o, si se quiere, quién es el banco central. Pero dejémoslo así.


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Por: Juan Rodríguez M.
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