LOS DESCARTES DE CÉSAR AIRA

ETERNA JUVENTUD
César Aira

Hueders, Santiago, 2017, 77 páginas.
Un pasaje de Eterna Juventud (Hueders), la novela de César Aira protagonizada por un mapuche coleccionista de cabezas parlantes, me llevó a pensar en Descartes y su duda. Dice el pasaje: «Aún así, el deseo de alisar la superficie de las jornadas era imperioso, justamente por el primitivismo que simplificaba la vida a figuras bien recortadas sobre un fondo prístino, casi infantil, como de fábula ilustrada en colores brillantes».
Pensé en el filósofo francés, padre de la modernidad, según se dice, porque, ¿qué es lo que hace Descartes cuando… descarta paso a paso la realidad, desde el testimonio de los sentidos hasta la matemática, para finalmente quedarse consigo mismo, con su pensamiento pensando locuras? Lo que hace, lo que pretende hacer es limpiar al mundo de sus imperfecciones, e incluso limpiarse él mismo de las imperfecciones del mundo. Quiere pulir sus manchas, iluminar sus opacidades, barrer el polvo, lijar sus protuberancias y desigualdades hasta encontrar una superficie lisa, incólume, limpia, pulcra. Clara y distinta. Y la encuentra, o la piensa, y es tan pulcra, tan pulida que Descartes termina reflejándose en ella, y por qué no reflexionándose en ella, pensándose: cogito ergo sum

Se me ocurre que esa superficie es como la superficie de un iPad o quizás de un iPhone, o mejor todavía: como la de ese nuevo celular Samsung que además de ser liso, no tiene bordes, que promete una ausencia infinita de arrugas. Solipsismo, le llaman; también podría decirse narcisismo: sólo el narcisismo cartesiano —la certeza soy yo— pudo no ver el mundo y decir que los otros animales son máquinas, autómatas que no sienten. Pienso, luego existo se podría decir: ojos que no ven, corazón que no siente

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Y sin embargo, o tal vez por eso, el yo cartesiano es existencial (¿el existencialismo es narcisista?); dice pienso luego existo. Quiero decir, descubre a la existencia como principio, como primera certeza. Pues, y no está demás repetirlo, Descartes no deduce la existencia desde el pensamiento: pienso, luego existo no es un silogismo, sino que es una intuición, un golpe de vista que revela una identidad, una unidad. Es como si dijéramos es triangular luego tiene tres lados. En otras palabras: ya que Descartes piensa, ya que está pensando existe. Incluso si se quisieran distinguir dos momentos en la oración, habría que poner a la existencia “antes” del pensamiento: al mirarse y dudar de sí, dudar de que uno más uno sea dos, Descartes se topa con su pensamiento y descubre —supone— la existencia. Supone esa existencia que piensa. 
Sin embargo, todavía alguien podría decir que el yo cartesiano no puede ser un yo existencial, precisamente porque es un yo que piensa, un yo racional. Pero no, no lo es: el pensamiento de ese yo —de esa existencia— es uno en el que dos más dos puede ser tres, en el que nada es cierto, salvo que existo y que me parece que algo es así o asá. Es un yo loco: la certeza de Descartes es el absurdo. Tanto así que luego —y ahora sí este luego establece una distancia— tuvo que recurrir al Dios racional, veraz, cierto, bueno, para salir del entuerto. Tuvo que imaginar otro, un gran Otro que le garantizara que uno más uno es dos. Pero eso —Dios— ya es un parche, no es el yo cartesiano, no es el yo pienso, el yo existencial… existencialista. 
Sí, el yo cartesiano es existencialista. Se parece menos al yo racional que al de Kierkegaard. Es más, se parece al Dios de Kierkegaard: ese Dios absurdo, sin razón, porque sí, al que se llega de un salto, renunciando a las normas, a los sentidos y a la razón. Un salto existencial, creo que lo llaman… Existencial como el yo cartesiano. Es más: ¿No es también el Dios cartesiano —ese Otro imaginado por una existencia loca— el mismo Dios de Kierkegaard? E incluso: ¿No es el yo loco de Descartes también el Dios de Descartes, la fantasía de un loco que no está seguro de que exista el mundo ni de que uno más uno sea dos?

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Por otro lado, y quizás por el mismo, no se pone suficiente atención al hecho de que Descartes dijera yo pienso luego existo, de que escribiera en primera persona singular. De nuevo: la filosofía cartesiana es existencial, es su filosofía.

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Ya que estamos en estas, se me ocurre decir que Hegel es el cartesianismo absoluto: algo así como: el mundo se piensa en mí, el mundo lo pienso yo. O también: lo real soy yo, yo soy lo real
Recordemos: cuenta la leyenda que justo cuando Hegel terminaba de escribir la Fenomenología del espíritu —esa especie de biografía del supuesto progreso de la razón—, Napoleón irrumpió en Jena luego de derrotar a los prusianos. Hegel lo vio y dijo algo como «ése es el espíritu del mundo.» Pues bien, a mí se me ocurre que Hegel se estaba refiriendo a sí mismo, no a Bonaparte. Quiero decir, la realización de la libertad no es Napoleón entrando en Jena, sino que es Hegel dando cuenta del hecho, dándose cuenta de Napoleón, escribiendo o más bien pensando la Fenomenología del espíritu.

Si tengo razón, Hegel es la historia del mundo como autobiografía. Y luego… Nada. (O la vida con todas sus contradicciones: el polvo, las manchas, las protuberancias.) Porque de Descartes a esta parte, o de Hegel a esta parte, si se prefiere, lo que ha pasado es que Narciso descubrió que el reflejo —el suyo— en ese Samsung liso y sin bordes… no es nada. O es lo mismo de siempre: la incertidumbre, el tiempo. 

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(Esto es un agregado posterior a que terminara el texto, lo pongo porque me gustó. Está tomado de El futuro es un lugar extraño, la novela de Cynthia Rimsky: «... en esta cuadra esperaban los conductores y cargadores a que los comerciantes vendieran la mercadería para pagarles el flete; como el plantón se prolongaba, gastaban el dinero que aún no recibían en las cantinas que surgieron para profitar de la incertidumbre».)

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De Descartes a esta parte ocurrió que la modernidad se abismó en su nada. Y ahí está la (pos) modernidad que, llena de patetismo, dice: no hay nada, hay un vacío, ése vacío que llenamos… que no podemos llenar con nuestras palabras… Pero no es cierto lo que dice la posmodernidad, porque esa nada es el mismo todo —cartesiano-hegeliano— al que ni siquiera como nada queremos renunciar. Es Dios. ¿Por qué? Porque esa nada cubre (pretende cubrir) el polvo que ninguna filosofía puede limpiar, el mundo que ningún pensamiento puede resolver… Así es que —posmodernos del mundo— todavía somos cartesianos, todavía creemos en su yo, incluso cuando sabemos que es nada: preferimos creer en nada antes que no creer, algo así dijo Nietzsche.

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No olvidemos… que el propio Descartes se dio cuenta de la nada, del abismo, de la mentira de su yo. Por eso tuvo que recurrir a Dios como garante del mundo sin polvo, sin detalles, sin arrugas, claro y distinto: mental… Descartes buscó y buscó la certeza, se encontró consigo mismo y vio la misma incerteza, la misma “suciedad” mundana que quería limpiar. Entonces debió pensar que en los detalles está el diablo y no le quedó más que arrancar hacia Dios.

El problema, claro, es que Dios no existe, que lo matamos, etcétera, pero como seguimos siendo modernos hasta la posmodernidad, pensamos que es mejor quedarnos con nada que volver al diablo y sus detalles. Seguimos rizando el rizo, reflexionando la reflexión y al final volvemos a toparnos con nosotros en el mundo: Dios es autoconciencia, según Aristóteles; y del Dios autoconsciente pasamos al sujeto autoconsciente que necesita de Dios (Descartes), y de ahí al sujeto autoconsciente que es como Dios (Hegel); y de ahí al sujeto autoconsciente que mata a Dios y que, en vez de reconciliarse con el mundo (y consigo mismo), se vuelve hacia su nada, se queda con su nada: queremos seguir creyendo en lo que no creemos (¿Y de ahí nace el arte contemporáneo, conceptual o lo que sea, que quiere decir la nada —para seguir ocultándose el polvo, los detalles, la “basura”, la “escoria”, la “apariencia”… el mundo?)… No sé, creo que me dejé llevar por las palabras. 

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Volvamos.
Gracias a César Aira, gracias a su literatura que parece filosofía (o su filosofía que parece literatura), creo que resolví el gran misterio: cómo creer en algo que no se cree. O, dicho con emotividad: cómo darle sentido a la vida. O, si se me permite otra divagación: descubrí cómo hacer como si… 

—¿Cómo? 
—Contando un cuento. Pues, ¿cómo no creer en lo que uno cuenta? ¿Cómo no creer en mi historia?
—… 
—De hecho, ya lo hacemos, ya está resuelto, sólo hay que darse cuenta.
—¿De qué?
—De que siempre nos contamos un cuento sobre nosotros mismos. 
—… 
—O mejor, darnos cuenta de que somos un cuento, una historia que sigue delante a punta de milagros… Se me ocurre que contarnos un cuento, darnos cuenta de que somos ese cuento es el sentido de la certeza cartesiana, del cogito; y quizás también de la certeza en Dios, porque Dios es literatura, etcétera. Dios es el horizonte de la literatura, etcétera. Dios es el ideal de la razón literaria (valga la redundancia). O mejor, su fuente: Dios es el todo es posible que es la literatura; aquí y en todos lados, ahora, en todo tiempo. 

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Si somos una historia que nos contamos, una fenomenología de nosotros mismos, entonces somos consistentes. Consistentes y completos como ni siquiera las matemáticas los son. O mejor: somos verosímiles.
Lo que me hace volver la excusa de estas notas, a Aira y su novela Eterna Juventud. Recordemos la cita que dio paso a todo esto: «Aún así, el deseo de alisar la superficie de las jornadas era imperioso, justamente por el primitivismo que simplificaba la vida a figuras bien recortadas sobre un fondo prístino, casi infantil, como de fábula ilustrada en colores brillantes».

Pues bien, las líneas que siguen a ese pasaje dicen: «Lo que tenían principalmente contra los problemas [y aquí imaginemos que Aira está hablando de Descartes y su intento de pulir las imperfecciones] era que mientras subsistían hacían resistencia a la tendencia natural a no pensar; alteraban la lisura muda de lo cotidiano y el pensamiento, al insistir, podía crear figuras monstruosas». Lo que es una doble paradoja: primero, porque al parecer las imperfecciones no eran del mundo, sino de la mente cartesiana; y segundo, porque tal vez Descartes dudó de todo para dejar de pensar y al final del camino se descubrió solamente pensando, sin límites, hasta crear figuras monstruosas: un genio maligno, una razón loca y Dios. 
Quizá Descartes le hizo mucho caso a sus voces, a su cabeza parlante. ¿Será que hizo todo por nada?: «Las cabecitas parlantes, en un desorden embriagador, formaban paisajes de interior que semejaban paisajes mentales, de miniatura expansiva. El método lo ponía él, la paciencia trascendental», dice Aira, y se me ocurre que está hablando de Descartes. «¿Qué sería de la vida sin cabecitas parlantes? Podría especular que para entonces se habrían incorporado a la mente, volviéndose entes abstractos; no se consideraría necesaria su existencia física». Sí, está hablando de Descartes… y por qué no de Platón: «–Si empezamos a sospechar –le dijo Eterna Juventud–, podemos llegar a creer que toda nuestra vida pasa entre telones pintados. ¡Pero que gran artista habría sido el que la pintó!»



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Por: Juan Rodríguez M.